18.10.08

Prevenidos

— ¿Cómo va ese asunto de los fusiles, capitán?
— Siete cargamentos en camino, mi comandante. Cien mil fusiles en cada uno.
— ¿Y para cuándo los tenemos?
— Máximo en tres semanas, mi comandante en jefe.
— Bien, muy bien.
— Para servirle a usted y al proceso, valeroso comandante.
— Hábleme de los submarinos, capitán.
— Catorce acorazados de última generación, temerario comandante.
— ¿Cuándo llegan?
— Navegan bajo las aguas del Mar Caspio, ilustrísimo comandante.
— No responde a mi pregunta, capitán.
— Llegarán en dos semanas, cuatro días y diecinueve horas, comandante y líder.
— Formidable.
— Orgulloso de colaborar en nuestra defensa, noble comandante en jefe.
— Entonces estamos preparados, capitán.
— Prevenidos y dispuestos a la lucha, comandante indomable.
— Que se atreva ahora el imperio…
— Sólo tiene que dar la orden, comandante invencible.
— ¡Los aplastaremos!
— ¡Como cucarachas, implacable comandante!
— ¡Como alimañas!
— ¡Como alimañas, resuelto comandante y guía iluminado!
— Lo haremos, capitán, lo haremos.
— Formados y firmes en la vanguardia, comandante y timonel.
— Así mismo, capitán. Ahora puede descansar.
— No hace falta, generoso comandante. Mejor seguir alerta.
— Mejor, mejor.
— Permiso para preguntar, mi sabio comandante.
— Concedido, capitán.
— Disculpe, compasivo comandante, pero hay algo que todavía no entiende la tropa.
— ¿Qué será, capitán?
— Me lo preguntan algunos, sacrificado comandante. Usté sabe cómo pueden ser los soldados.
— Hable de una vez.
— Son sólo dudas, querido comandante.
— ¡Diga pues!
— Si no hubo tiros, comandante; si no llegamos al combate, dispense usté, ¿cómo fue que nos rendimos hace dos años?
— …
— Cosas de la tropa, probado comandante y paladín. Cosas sin importancia.
— Ahora estoy muy ocupado con la gran guerra, sar-gen-to. ¡Media vuelta y cierre al salir!
— ¡Sí señor!

12.10.08

Chapman

Todavía no lo hace. Está a punto de hacerlo, pero todavía no. Aún puede ver de reojo la agitación de la calle, puede percibir su atmósfera, el trajín de los automóviles y la premura ensimismada de los paseantes. Aún camina, da los últimos pasos con resolución, se acerca, sigue a la pareja que se mueve con prisa. Pero todavía le quedan unos pocos segundos, instantes brevísimos, ese lapso inaprensible en el que podría, si quisiera, abortar la misión y dejar sin efecto un futuro posible. Cambiar de idea en el último momento y conservar intacta la rutina de esta escena.
Es un poder tremendo que lo deslumbra y lo seduce: la fragilidad con la que actúa el libre albedrío, la variación mínima que separa realidades abiertamente opuestas. En eso piensa ahora, cuando no puede estar más cerca y tiene, todavía, un chance para arrepentirse. Cuando pone el cañón encima de Lennon y dispara.

4.10.08

Extraña escena de amor

Miro la calle desde el balcón. Y de pronto, en esta mañana quieta, un griterío rompe la calma entre los paseantes. “¡Agárrenlo, agárrenlo!”, escucho. “¡Párenlo, párenlo!”, ruega alguien con premura. Un flaco avanza a toda velocidad, desesperado, esquivando a hombres que quieren detenerlo con zancadillas y ataques nerviosos. Intentan atraparlo, pero el flaco se escabulle. Y sigue.
Surgen espontáneos desde los edificios. Pronto se organiza un escuadrón que logra la captura frente a un restaurante. El agitado corredor evalúa a la tropa, calcula, hace amagos mientras busca una salida. Pero alguien lo sorprende con un golpe por la espalda. Y el tipo cae.
Entonces aparece una mujer, quizá la novia del flaco, que contiene a la pandilla y evita el linchamiento en el último segundo. Ella recoge al perseguido, lo abraza, lo besa y revisa sus heridas.
La turba se dispersa entre bufidos de decepción. “¡Hay que darle a ella, hay que darle a ella!”, grita una gorda cuando se aleja.

11.8.08

Careo

Todos los días, en las mañanas de este edificio, se produce un diálogo contradictorio. Se escuchan voces y quejidos que salen de ventanas diversas, de vidas diferentes. Se oyen parlamentos que hablan, mientras sigo en la cama, de porvenires opuestos.
Los registros varían. Y entre ese coro polifónico, cual acordes acentuados, destacan los sonidos de dos habitantes anónimos.
Uno de ellos entona desde su baño, quizá mientras se afeita, canciones profundas y melodiosas que parecen venir de lejos, de una cueva difícil, de su diafragma entrenado. El hombre es un tenor —la voz elegante, el vibrato vigoroso— que canta himnos a la nostalgia: una suerte de heraldo matutino, un mensajero que trae noticias tristes desde quién sabe dónde.
El otro, también madrugador, parece ser un enfermo terminal, un desahuciado. Regularmente se le escucha toser, vomitar, soltar arcadas y gemidos y carraspeos tortuosos cuando se agacha, estoy seguro, en algún rincón junto al excusado.
A veces imagino que el tenor dedica sus canciones al vecino afligido. Pienso, tal vez con afán reparador, que sus serenatas huérfanas tienen ese destinatario infeliz. O al revés: que la desgracia del paciente inspira el abatimiento de las melodías.
Luego descarto mis conjeturas y admito, resignado, que de estos contrapesos están llenas nuestras horas. Que así es la cosa. Y me dedico, igual que cada mañana, a escuchar ese careo definitivo, ese pulso que libran con denuedo la belleza y el horror. La vida y la muerte.

9.8.08

Mirón

Allí, en el edificio de enfrente, el tipo en ropa deportiva abre los candados y las puertas del pequeño local. Sigue agachado cuando aparecen, tomadas de la mano, dos chicas —flacas, las nalguitas apretadas, las tetas muy llenas— que corren para escapar de la lluvia. Ambas, siempre juntas, cruzan el breve jardín y entran al edificio.
Durante los diez o doce segundos que dura la escena, el tipo no deja de mirarlas, distraído, interrumpiendo su tarea y sosteniendo el manojo de llaves en la mano caída.
Las chicas desaparecen por un corredor lateral.
Y el sujeto, ese pobre atleta deslumbrado, parece meditar durante un instante, parece decidirse: necesita prolongar el espectáculo. Se levanta. Camina sigiloso, casi en puntillas hasta la esquina de la pared. Allí se inclina, asoma la cabeza con cuidado, se demora estudiando los dos culitos que se alejan.
Y sólo entonces, con una sonrisa y meneando la cabeza, da media vuelta y regresa al local.